Todos
los días, cuando el sol inicia su caída, lo vemos aparecer a lo lejos, con su
caminar pausado y apoyándose en su bastón, se acerca al viejo pantalán. Cuando
llega y a modo de ritual, mira al horizonte como si esperara ver llegar algo…
Ahí impasible, se quedaba unos minutos, pensativo, como si estuviera en otro
lugar, en otro tiempo, para luego lentamente sentarse en un sucio bidón que está tumbado
apoyado en la pared llena de cachivaches que ha ido acumulando con el paso de
los años. Boyas de diferentes tamaños y colores, flotadores, nasas oxidadas por
el tiempo y el mar, arpones con hierros retorcidos, sogas amarres y nudos de
todos los tamaños, maderos y mascarones con formas variadas, redes y bridas,
anzuelos y todo tipo de tanzas y aparejos, alguna que otra caña de pescar y
muchísimas caracolas, todo en un desastroso mural que en el fondo si lo
observas bien, está en plena armonía.
Como
sin pensarlo, y siempre con la mirada al frente donde el sol suavemente se
desvanece, comienza a hablar con un carraspeo continuo para aclarar la
garganta, su voz grave, llena de sonoridad seca y con su lento talante, empieza
con el agradable discurso sobre el mar, el cielo y el sol y el triángulo
amoroso que forman, para poco a poco ir derivando su historia junto a otros
protagonistas indispensables, a veces es el viento, otras la niebla o la
lluvia, pero siempre con un fin denominador su fiel barco o como él lo llama el
viejo cascarón.
Y
ahí sentando y con las manos apoyadas en su gastado bastón, sereno y con relajada tranquilidad, nos habla, nos cuenta sus historias, como la de aquel
día cuando su viejo cascarón estaba en alta mar… y vio acercarse a la criatura
más hermosa que jamás ningún hombre haya visto, su gran amor… ese al que aún
sigue buscando cada tarde cuando el sol empieza a esconderse.
MAICA
LUIS